convicción que me helaba la sangre en las venas, que me estaba mirando fijamente. Esa sensación de ser escrutado por algo que ni siquiera poseía ojos era, sin duda, lo más aterrador de toda la experiencia.
Cada vez que esto ocurría, despertaba abruptamente, cubierto de un sudor frío y con el corazón latiendo con tal fuerza que creía que iba a estallar en cualquier momento. Con el paso de los años, logré convencerme a mí mismo de que se trataba simplemente de un sueño, el producto de una imaginación infantil demasido activa que persistía en mi edad adulta. Hasta que llegó el día en que todo cambió, el día en que recibí la carta.
Fue un martes particularmente gris cuando la encontré en mi buzón, una carta sin remitente alguno, con mi nombre escrito con una caligrafía temblorosa y antigua que nunca antes había visto. Al abrirla, descubrí que solo contenía una fotografía en blanco y negro, tan desgastada por el tiempo que los bordes se estaban deshaciendo. La imagen mostraba a un hombre de principios del siglo veinte, vestido con un traje oscuro y un sombrero de ala ancha. Su rostro aparecía notablemente borroso, como si el tiempo hubiera decidido llevarse consigo los detalles más importantes, pero aun así, al observarlo, sentí un escalofrío que me recorrió toda la espalda.
Al dar vuelta la fotografía, encontré una sola frase escrita con tinta ya desteñida por los años: «Quien vea su mirada, conocerá su hora».
En ese momento, no le di mayor importancia al asunto. Pensé que se trataba de alguna broma de mal gusto, probablemente de algún compañero de trabajo con un sentido del humor demasiado macabro para mi gusto. Con un gesto de fastidio, tiré la foto a la basura y continué con mi día como si nada hubiera ocurrido.
Pero esa misma noche, la pesadilla regresó con una fuerza renovada. Solo que esta vez, supe inmediatamente que no se trataba de un simple sueño.
Me desperté en plena madrugada, con esa opresión familiar en el pecho que tantas veces había experimentado. La habitación estaba sumida en una oscuridad casi absoluta, pero ya no estaba vacía. Allí, al pie de mi cama, se erguía la figura de mis pesadillas. Alta, demacrada, vestida con ropas que parecían pertenecer a otra época. Y esta vez, por primera vez, tenía rostro. Era indudablemente el hombre de la fotografía que había tirado a la basura horas antes.
La entidad no se movió, no emitió sonido alguno. Simplemente se mantuvo allí, observándome con unos ojos completamente negros, tan profundos que parecían pozos sin fondo. Sentí cómo la temperatura del aire descendía drásticamente a su alrededor. Intenté gritar, pero mi voz murió en mi garganta antes de poder formar sonido alguno. Quise moverme, escapar de allí, pero mi cuerpo estaba completamente paralizado, clavado en la cama por una fuerza invisible que no podía combatir.
Fue entonces cuando ocurrió lo más aterrador. En el espejo del armario, justo detrás de la figura, una imagen escalofriante se superpuso a mi reflejo: la visión de mi propio cuerpo, yaciente e inerte en el suelo de un callejón que no reconocía, con el reloj de pulsera claramente detenido a las tres y diecisiete de la madrugada.
La visión duró apenas un instante, pero fue suficiente para dejarme temblando. La figura se desvaneció entonces como si fuera humo, y la habitación volvió gradualmente a la normalidad. Pero el terror que había experimentado no desapareció con ella.
Al día siguiente, comencé una investigación obsesiva. Visité la biblioteca local, revisé archivos digitalizados de periódicos antiguos, busqué cualquier mención de un hombre que coincidiera con la descripción de aquella aparición. Y después de días de búsqueda infructuosa, finalmente lo encontré.
Se llamaba Samuel Vázquez, un hombre que había vivido en este mismo pueblo hacía más de cien años. Según los registros históricos, Vázquez era conocido localmente como un clarividente, pero también como una auténtica maldición para quienes lo conocían. Los relatos populares decían que podía ver la muerte de las personas con solo mirarlas a los ojos directamente. Y que, en los días previos a su propia muerte, había comenzado a aparecerse ante aquellos a quienes había marcado con su visión, mostrándoles de manera inexorable su destino final.
Los documentos confirmaban que Samuel Vázquez había muerto un quince de octubre, precisamente a las tres y diecisiete de la madrugada.
Al darme cuenta de la fecha, un nuevo escalofrío me recorrió el cuerpo. Hoy era catorce de octubre.
No logré dormir en las siguientes cuarenta y ocho horas. Cada vez que cerraba los ojos, veía su figura acechando en la penumbra de mi habitación. Lo sentía cerca, observándome constantemente. El frío repentino que aparecía en la habitación delataba su presencia. Intenté desesperadamente contárselo a la policía, a mis amigos más cercanos, incluso a mi propia familia. Pero todos me miraban con una mezcla de lástima y preocupación, convencidos de que el estrés laboral finalmente me había quebrado la mente.
Sin embargo, yo conocía la terrible verdad. Samuel Vázquez me había mostrado mi final con total claridad. Y sabía, con la misma certeza con la que sé mi propio nombre, que cuando el reloj marcara las tres y diecisiete de esta madrugada, su profecía se cumpliría sin remedio.
El silencio en mi habitación era tan absoluto que podía escuchar el latido de mi propio corazón. Solo el tictac constante de mi reloj de mesa rompía la quietud opresiva que me rodeaba. Miré el dispositivo con aprensión creciente: eran las tres y dieciséis de la madrugada.
Una somra familiar comenzó a alzarse lentamente en el rincón más oscuro de la habitación. La figura había regresado, tal como sabía que lo haría.
Esperaba con paciencia infinita, sabiendo que no había escape posible para mí, que no podía huir de mi destino.
Las manecillas del reloj avanzaron inexorablemente hacia su destino.
La entidad comenzó a avanzar hacia mí con movimientos fluidos y antinaturales.
Y entonces, en el momento más aterrador, vi cómo sus labios se curvaban en una sonrisa desprovista de cualquier rasgo humano.
El sonido del reloj resonó en la habitación con una claridad espantosa, cada tic tac marcando el ritmo de mi condena inminente. Las tres y diecisiete habían llegado finalmente, y con ellas, el fin que había visto en aquella visión espantosa se cernía sobre mí. La figura se deslizó hacia mi cama con movimientos etéreos, sus ojos vacíos fijos intensamente en los míos, y en ese momento supe que no existía escapatoria posible.
Pero entonces, ocurrió algo completamente inesperado que trastocó todas mis expectativas. La criatura se detuvo a escasos centímetros de mi rostro, y en lugar del ataque mortal que esperaba, escuché una voz ronca y antigua que surgía de la nada. «Disculpe las molestias» dijo la aparición con un tono que rayaba en lo cortés, «solo quería preguntarle si tiene hora exacta. Es que mi reloj de bolsillo se detuvo hace exactamente cien años, y tengo una cita importante con otro espíritu en el cementerio».
Me quedé completamente paralizado, sin saber si reír ante lo absurdo de la situación o llorar por el terror acumulado. Después de todas estas semanas de pesadillas recurrentes, de todas estas noches de insomnio y terror psicológico, resultaba que mi visitante fantasmagórico solo necesitaba saber la hora con precisión. Asentí lentamente, con movimientos aún temblorosos, señalando el reloj de la mesilla de noche con un gesto que intentaba ser lo más calmado posible.
La figura asintió con visible satisfacción y comenzó a desvanecerse gradualmente, pero no sin antes dejarme una última y peculiar advertencia. «La próxima vez que decida enviarle una carta» murmuró su voz que se desvanecía en el aire como el humo, «le ruego que no la tire directamente a la basura. Debe saber que el servicio de correos fantasmales resulta bastante caro para nuestro limitado presupuesto del más allá».
Y así fue como aprendí, de la manera más surrealista posible, que a veces los mayores terrores de la vida humana pueden tener soluciones completamente absurdas e inesperadas. Aunque debo admitir con cierta vergüenza que, desde aquella experiencia peculiar, siempre llevo conmigo un reloj de pulsera de repuesto, además de verificar constantemente la hora en mi teléfono móvil. Nunca se sabe cuándo un fantasma puntual podría necesitar asistencia horaria.
La figura de Samuel Vázquez nunca volvió a aparecer en mi dormitorio, aunque ocasionalmente recibo cartas del más allá con preguntas diversas sobre la actualidad. La última, que recibí hace apenas una semana, consultaba sobre los precios actuales de la vivienda en el barrio, pues estaba considerando «una inversión a largo plazo» como decía el escrito con humor espectral.
Ahora, cada vez que mi reloj marca las tres y diecisiete de la madrugada, no siento terror sino una curiosidad mezclada con cierto amusement. Mi vida ha retomado su curso normal, aunque con una perspectiva notablemente diferente sobre lo sobrenatural. Los fantasmas, al menos en mi experiencia personal, resultan ser mucho más burocráticos de lo que las leyendas urbanas nos han hecho creer.
He comenzado incluso a escribir un libro sobre mis experiencias, aunque mi editor insiste en que incluya más elementos de terror y menos anécdotas sobre fantasmas que se quejan de la inflación en el más allá. La vida, después de todo, siempre encuentra la manera de sorprendernos, incluso cuando creíamos haberlo visto todo. Y la muerte, al parecer, no es muy diferente en ese aspecto fundamental de la existencia.