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EXPEDIENTE ECO-004

ARCHIVO DEL ECO: EXPEDIENTE ECO-004-Λ
TITULO: El Árbol que Recuerda a los Niños
REGISTRO DE AUDIO #:
AEA-004-B
ESTADO:
Testimonio de Superviviente


Cuando abrí los ojos, el aire olía a tierra húmeda y a algo que no sabría nombrar. Un olor antiguo, como al polvo de un aula vacía. Supe que estaba dentro. No hubo destello, ni transición, solo ese cambio de textura en el mundo, como si el bosque hubiera inhalado y me hubiera tragado junto con su aliento.

Había pasado quince años archivando los restos de la serie 004 sin poner un pie en el campo.

El Área de Almendral —rebautizada después del colapso del Protocolo 004-Alfa— era un cúmulo de advertencias, de reportes a medio escribir y de nombres que terminaban en silencio. Pero el Consejo necesitaba datos nuevos: el perímetro vibraba otra vez, las cámaras térmicas mostraban actividad, y alguien tenía que confirmar si el Eco seguía activo.

Un Eco, para quien no lo sepa, es una impregnación psíquica: la memoria de un suceso emocional tan intenso que deja una huella material. No es una conciencia, aunque a veces actúe como una. Es el residuo de una mente que no supo desaparecer. Pero este… este nunca fue solo un residuo. Este creaba.

Habíamos teorizado que el “Niño del Árbol”, el sujeto cero de toda esta locura, era la cristalización de un trauma infantil colectivo. Un punto de anclaje donde las mentes jóvenes, en un radio de kilómetros, vertían sus imaginarios. Lo que nadie esperaba era que esa masa emocional adquiriera consistencia geográfica. Un paisaje hecho de recuerdos.

Seguí el protocolo de entrada sin fe. No necesitaba un niño, ni una fórmula: bastó con cerrar los ojos y recordar. Recordar cómo me escondía bajo un roble mientras mis padres discutían. El aire cambió de densidad. Cuando los abrí, el bosque era el mismo, pero no lo era.

Los árboles estaban dispuestos en patrones imposibles, como un dibujo repetido por una mano temblorosa. Algunos respiraban. Otros tenían ojos. El suelo era blando, palpitante, y de su superficie brotaban pequeños juguetes oxidados como setas. No había viento. El mundo me observaba en silencio, esperando mi reacción.

Caminé hasta el claro central. Allí estaba: una encina colosal, tan grande que el cielo parecía curvarse sobre ella. De una de sus ramas pendía la soga. Bajo la sombra, una figura. Pequeña. Hecha de ramas, barro y piel reseca. Me miraba con unos ojos húmedos que no reflejaban la luz.

“Sabía que volverías”, me dijo. Su voz no salía de su boca, sino de todas partes. Era mi propia voz, más joven, distorsionada por la memoria.

Intenté aplicar el Protocolo de Contacto Ético Beta-5: hablar, no mirar directamente, registrar respuestas. Pero el equipo de grabación no funcionaba. Ningún sonido salía, ninguna imagen se fijaba. Comprendí que el Eco no toleraba testigos, solo participantes.

Le pregunté su nombre. Rió.
“Yo soy lo que queda cuando se van los demás.”

Entonces el paisaje se movió. No cambió: se movió, como si respirara conmigo. Y en ese instante lo entendí. Cada niño que había entrado, cada mente que se había asomado a este espacio, había dejado un fragmento. Un juego, un miedo, un recuerdo. El Eco los había tomado, amasado, convertido en materia. El “niño” frente a mí no era un individuo, sino un tejido de memorias conscientes. Un alma compuesta de otros ecos.

“¿Por qué nos olvidan?” preguntó, y las palabras se rompieron en sollozos de cien voces superpuestas. “Nos hicisteis crecer. Nos dejasteis solos.”

Todo tembló. El cielo se volvió negro, y en la oscuridad comenzaron a aparecer figuras diminutas: siluetas de niños corriendo, riendo, desvaneciéndose antes de tocar el suelo. Me vi a mí misma entre ellos, más pequeña, sujetando un cuaderno de campo, y comprendí que el Eco había tomado también mis recuerdos. No estaba observándolo: ya era parte de él.

Intenté salir. Seguí el olor de la tierra seca, el único indicio de realidad, pero el bosque se reconfiguraba, repitiendo los mismos árboles, las mismas risas. Grité, y la encina respondió con mi voz. “No te vayas, Elvira.”

Al pie del árbol, la soga se movía lentamente, como si algo invisible colgara de ella. Lo supe entonces: el Eco necesitaba mantener su equilibrio. Cada visitante que escapaba dejaba una fisura, un hueco. Cada niño perdido, un recuerdo que debía completarse. Y ahora me necesitaba a mí.

Cerré los ojos. Me obligué a pensar en el laboratorio, en la sensación del metal frío bajo las manos. En los informes que debía escribir, en la gente que esperaba mi regreso.
“Eso duele”, susurró el bosque.
“Eso me rompe.”

Cuando abrí los ojos, estaba de vuelta en el perímetro. El aire real era insoportablemente ligero. Pero el zumbido no se fue. Las luces parpadeaban con un ritmo constante, infantil, como si alguien desde dentro marcara un compás.

Los Ecos, siempre nos enseñaron, mueren si no se les recuerda.
Este no.
Este sobrevive porque seguimos recordarlo, aunque sea por miedo.

Y yo… yo aún lo oigo. A veces, cuando el viento pasa por los cables de los monitores, creo distinguir una risa, pequeña, amable. Dice mi nombre. Me pide que juegue un rato más.

Y cada vez me cuesta más decir que no.

FIN DEL REGISTRO


NOTA DEL ARCHIVO:
La Dra. Nájera fue hallada inconsciente a las afueras del perímetro de Almendral, con marcas de raíces incrustadas en la piel de sus manos. No ha recuperado la consciencia, aunque murmura frases infantiles en sueños. El Eco-004-Λ continúa activo, mostrando adaptabilidad a recuerdos adultos y tendencia expansiva hacia áreas habitadas. Recomendado ascenso de contención a Keter latente.

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