Mi nombre es Kaelen Draemir y pertenezco a una familia que lleva siglos mirando a la oscuridad y devolviéndole la mirada. Mi padre solía decir que todos los Draemir nacemos con una deuda. Alguien, en algún momento, hizo un pacto que aún seguimos pagando. No sé si lo decía en serio o solo para asustarme, pero cuando lo vi morir, entendí que las palabras pueden tener peso incluso después de la muerte.
Crecí entre libros manchados de sangre, armas que olían a aceite viejo y rituales que jamás comprendí del todo. Mi abuela fue la primera en enseñarme a usar una estaca. Recuerdo su voz áspera, la manera en que me miraba sin pestañear, mientras decía: «Nunca apuntes a matar. Apunta a recordar por qué lo haces». Nunca lo entendí del todo, no hasta el día que tuve que limpiar su cuerpo, desgarrado por algo que no debería existir fuera de los sueños.
La primera lección del cazador es simple: Nunca subestimes lo que no entiendes. La segunda, mucho más cruel: A veces, tendrás que matar lo que amas.
Mi padre murió en una cacería. Me dejó una libreta vieja, una mancha de sangre en la tapa y una frase escrita en la primera página: «Sigue las sombras caer, en ahí es donde encontrarás la verdad». A veces me pregunto si lo que quiso decir era que yo era una de esas sombras.
He pasado años persiguiendo lo que acecha a los vivos: criaturas que respiran miedo, seres que se alimentan de la desesperación, presencias que se arrastran por los márgenes de la realidad. Algunos los llaman demonios, otros maldiciones. Yo sólo los llamo antiguos errores.
Cada región tiene su propio tipo de oscuridad. En Europa los monstruos son viejos, cansados, pero astutos. En América son jóvenes, impulsivos, violentos. Pero todos, sin excepción, comparten algo: Saben reconocer a un Draemir cuando lo ven. Y lo peor de todo, es que algunos parecen esperarnos.
No sé cuándo empecé a registrar mis historias. Tal vez porque la memoria es frágil. Tal vez porque, en algún punto, uno necesita dejar constancia de lo que vio o de lo que sobrevivió. Quizás solo busco que alguien, algún día, entienda lo que realmente significa ser un cazador.
Dicen que la herencia es lo que dejas a los que vienen detrás. La mía no es dinero, ni gloria, ni paz. La mía es una advertencia. Así que, si estás leyendo esto, si mis palabras te alcanzan desde algún rincón del tiempo, de la distancia, recuerda algo: no busques monstruos, a menos que estés dispuesto a encontrarte con el tuyo propio. Porque todos llevamos uno dentro. Y el mío aún me sigue esperando.
Hay noches en las que el silencio pesa más que el plomo. No el silencio natural de los bosques o las calles vacías, sino ese otro, más profundo, el que precede a la tragedia. Lo aprendí después de demasiadas madrugadas en vela, observando el fuego morir poco a poco mientras el viento parecía contener la respiración. En ese silencio, los monstruos escuchan. Y algunos responden.
Esa noche, yo también recibí una respuesta. Llegó en forma de carta, sellada con un símbolo que no veía desde que mi padre murió: Un círculo partido en dos, con una serpiente devorándose la cola. El sello de los Draemir.
Aquel emblema no debía existir ya. Nuestra familia se había dispersado hacía años, devorada por la caza o por la locura. Y sin embargo, ahí estaba, sobre el papel, como si el pasado hubiese encontrado el modo de abrirse paso hasta mí.
La carta olía a humedad y a madera vieja. No tenía remitente, sólo una dirección escrita con caligrafía firme: Ravencroft Hollow, al norte del valle de Wessir. Un lugar que ni siquiera aparecía en los mapas recientes. Adjunto, un trozo de piel amarillenta. Al principio creí que era cuero, hasta que noté el poro. Humano.
Las palabras eran pocas, pero suficientes para alarmar la sangre: «Lo que comenzó con ellos aún no ha terminado. Ven antes de la luna nueva. No dejes que despierte». No había firma. Sólo una inicial grabada a fuego: D. Mi apellido. Mi condena.
Pensé en ignorarla. Podría haberlo hecho. Fingir que no la vi. Arrojarla al fuego y seguir adelante con mi vida. Pero los Draemir no tenemos vidas que seguir. Tenemos deudas que saldar.
Empaqué mis armas, mi cuaderno y una linterna vieja de gas. La carretera hacia el norte era larga y solitaria. El frío del amanecer se colaba por las grietas del abrigo y cada kilómetro que dejaba atrás me hacía sentir que me acercaba a algo que había estado esperándome desde antes de nacer.
Al caer la tarde, los árboles empezaron a cambiar. Más altos, más oscuros, sus ramas parecían retorcerse hacia el camino como si quisieran detenerme. Ravencroft Hollow no aparecía en ningún cartel, pero su presencia era inconfundible. Era un silencio distinto, denso, expectante, como si incluso los insectos temieran romperlo.
A veces pienso que el miedo no está en lo que ves, sino en lo que imaginas, que te observa. Y aquella noche sentí miradas entre las sombras. Miradas que me conocían.
Monté mi campamento cerca del río y encendí el fuego. El reflejo tembloroso en el agua me devolvía un rostro cansado, más viejo de lo que recordaba. Saqué la carta del bolsillo y la leí una vez más, buscando un significado que aún se me escapaba. «Ven, antes de la luna nueva». Quedaban tres días.
El viento cambió de dirección. A lo lejos, un sonido sordo, casi un suspiro, resonó entre los árboles. No era un animal, tampoco el eco del río. Era algo más, algo que respiraba el mismo silencio que me rodeaba. Guardé la carta, apagué el fuego y tomé mi arma. El camino hacia Ravencroft Hollow acababa de comenzar, y con él, la voz del pasado había vuelto a hablarme.
Dicen que hay lugares que recuerdan, no a las personas, ni a los nombres, sino al dolor que dejaron atrás. Ravencroft Hollow era uno de esos lugares.
Llegué con la primera luz del día, o lo que quedaba de ella, entre una niebla espesa que parecía tener peso propio. Los árboles se alzaban sobre el sendero como esqueletos negros. Y las casas, si se les podía llamar así, estaban hundidas en la tierra, casi tragadas por el bosque. No se escuchaban gallos, ni pasos, ni siquiera el murmullo del viento entre las ramas. El pueblo entero parecía contener la respiración.
A cada paso, el suelo crujía bajo mis botas, como si protestara. El aire olía a hierro, a óxido y algo más, algo dulzón, rancio, que reconocí enseguida: sangre vieja.
La primera figura humana que vi fue una mujer, envuelta en harapos, con un cubo de agua entre las manos. Sus ojos eran pálidos, casi lechosos, y cuando me miró, su voz sonó como una grieta: «No deberían venir de fuera», susurró. «Él no duerme bien cuando hay forasteros».
«¿Él?», pregunté. Pero la mujer ya se había girado, caminando hacia la niebla con pasos lentos, torcidos.
Seguí avanzando hasta llegar a lo que parecía el centro del pueblo: una especie de plaza hundida con una fuente seca en el centro. A un lado, un cartel podrido de madera colgaba torcido: «Bienvenidos a Ravencroft Hollow». Las letras estaban talladas, no pintadas, y lo que me inquietó no fue el mensaje, sino los surcos: demasiado profundos, demasiado irregulares. Tallados con garras, no con herramientas.
Me senté sobre una piedra y abrí mi cuaderno. Escribí lo que había visto: los olores, las sensaciones, las advertencias. Los cazadores tenemos una regla: Si no lo anotas, no existió. Y si no existió, no puedes matarlo.
Mientras escribía, algo llamó mi atención. Una sombra que cruzó la plaza y se detuvo frente a una casa. Un niño. O eso parecía. Pelo oscuro. Piel pálida. Ropa demasiado vieja para su tamaño. Me miró un instante. Sin moverse. Sin parpadear. Y entonces, abrió la boca.
Lo que salió de su garganta no fue una voz. Fue un coro. Docenas, tal vez cientos de susurros, hablando al unísono desde dentro de él. Una melodía distorsionada, como si cada palabra se arrastrara fuera de un pozo. «Draemir», dijeron todas las voces a la vez. «Sabíamos que vendrías».
Mi cuerpo reaccionó antes que mi mente. Desenfundé la pistola y apunté. Pero el niño se desvaneció. Literalmente, se disolvió entre la bruma, como humo atrapado en el aire. El eco de las voces se extendió entre las casas, repitiendo mi apellido una y otra vez, como si el pueblo entero respirara mi nombre.
Guardé el arma. Disparar no servía de nada contra lo que no era del todo real. En su lugar, saqué la carta, la pasé entre los dedos, observando el sello. De repente lo comprendí: el mensaje no había sido una advertencia. Era una invitación. Y yo ya había aceptado.
En una de las casas, algo se movió tras una ventana rota. Un rostro me observaba desde el interior. No pude distinguirlo con claridad, pero juraría que sonreía, con dientes humanos y demasiados de ellos.
El viento sopló por fin, arrastrando la niebla hacia el bosque. El silencio se quebró con un murmullo débil, proveniente de todas partes y de ninguna. Palabras que se repetían como una plegaria: «No dejes que despierte». No sé si eran advertencias o amenazas, pero ya era tarde para volver atrás. El cazador había llegado, y Ravencroft Hollow me estaba esperando.
Dormí poco aquella noche, si es que puede llamarse dormir al hecho de mantener los ojos cerrados mientras esperas el primer sonido que confirme que sigues vivo. El viento rugía entre las casas abandonadas, y cada crujido del suelo de madera sonaba como un paso que se acercaba. La aldea parecía murmurar en sueños, repitiendo palabras que no entendía, pero que me hacían apretar con fuerza el cuchillo bajo la manta.
Cuando el amanecer se filtró entre los restos de una ventana, ya estaba de pie. El fuego de mi lámpara de aceite había muerto hacía horas. El aire dentro de la cabaña, espeso, casi líquido, cargado de un olor agrio que provenía del subsuelo. Algo se estaba pudriendo bajo mis pies.
Tomé la linterna y seguí el rastro del olor hasta un rincón del suelo, cubierto por una alfombra raída. Debajo, una trampilla de hierro vieja, oxidada, marcada por símbolos tallados a cuchillo: líneas que se cruzaban formando un patrón circular. Lo reconocí de inmediato: sellos de contención usados por cazadores antiguos para encerrar entidades que no podían destruir.
La cerradura no ofreció resistencia. Se abrió con un chirrido que pareció despertar a todo el pueblo. Un soplo de aire frío, húmedo y dulzón salió del agujero. Olor a hueso, a tierra y a sangre reseca.
Descendí por una escalera de piedra que se hundía en la oscuridad. Cada paso resonaba hueco, profundo, como si descendiera dentro de un cuerpo enorme. La luz de la linterna reveló túneles cubiertos de símbolos. Muchos eran familiares: Runas de sellado. Marcas protectoras. Pero algunas estaban al revés. Deformadas. Profanadas.
Era un laberinto. Y en algún punto, algo se movía. A lo lejos, una respiración. Lenta, pesada, como si el mismo suelo inhalara y exhalara.
Seguí el sonido, guiado por una mezcla de instinto y estupidez que siempre me ha mantenido con vida, o a punto de perderla. El túnel se abría a una cámara amplia. Un antiguo santuario de piedra negra. En el centro, un círculo tallado en el suelo, cubierto de marcas de garras. Y en el centro del círculo, una figura.
No era humana, no del todo. Tenía el cuerpo encorvado, cubierto de piel pálida y agrietada, como la de un animal despellejado que aún respira. Su rostro estaba cubierto por una máscara hecha con huesos. Y sin embargo, cuando giró la cabeza hacia mí, supe que me estaban mirando.
«Draemir», susurró la voz, seca, ronca, como el roce de dos piedras. «Tu sangre lo abrió, tu silencio lo alimentó».
No sé qué fue más aterrador: que supiera mi nombre, o que su voz sonara tan parecida a la mía.
Di un paso atrás. La linterna titiló, como si algo, algo invisible, la ahogara. La criatura se arrastró fuera del círculo, rompiendo los sellos con las manos. El aire se volvió denso, vibrante, lleno de un zumbido que me perforaba los oídos.
Disparé. El proyectil silbó en la oscuridad y atravesó su hombro. Pero no cayó, no sangró. Solo se detuvo. Hubo un instante, como si el dolor le recordara que seguía viva. Entonces, lo comprendí. Aquello no era un simple monstruo. Era un resto. Un fragmento de algo más grande. Más antiguo. Un eco de una entidad encerrada, hace generaciones, por los mismos Draemir.
Retrocedí hasta la escalera. Disparando una y otra vez. Cada impacto la hacía retroceder. Pero no la detenía. Subí los últimos peldaños y cerré la trampilla de golpe, bloqueándola con todo el peso de mi cuerpo.
El suelo tembló. Debajo, un gemido, largo y gutural, resonó como una promesa. Cuando el sonido cesó, me quedé sentado en el suelo, jadeando. El amanecer ya no parecía tan lejano.
Había algo allá abajo. Algo que conocía mi nombre y hablaba con mi voz. Algo que los Draemir habían dejado encerrado y que ahora, por alguna razón, quería despertar.
La mañana amaneció gris, el sol intentaba atravesar las nubes como una herida mal cerrada, y el aire arrastraba un olor agrio, metálico, como si el bosque entero sangrara lentamente.
Dormí apoyado contra la pared, con el arma en la mano y la trampilla bajo mis pies. No se escuchaban golpes desde abajo, pero el silencio era peor. El silencio siempre es peor.
Me levanté con la garganta seca y la mente en ruinas. No sabía si lo que había visto era real, un recuerdo o una pesadilla tejida por algo que entendía mis miedos demasiado bien. Cuando bajé la mirada a mis manos, descubrí una línea fina de sangre cruzándome la muñeca. No mía. Y tampoco reciente. Alguien, o algo, había tocado mi piel durante la noche.
Salí de la cabaña. El pueblo parecía distinto, las casas, torcidas, como si hubieran envejecido décadas en unas pocas horas. Los árboles, cubiertos por una escarcha que no debería existir en esa estación. Y en la fuente seca del centro, alguien había grabado un símbolo: un ojo abierto, rodeado por espirales que se hundían en sí mismas. Lo reconocí al instante. Era el símbolo de la vigilia Draemir, usado por mis antepasados cuando vigilaban a las criaturas que no podían destruir.
Me acerqué. El ojo parecía tallado en piedra viva. Toqué el borde con la punta del dedo y un escalofrío me recorrió la espalda. El frío se volvió sonido y el sonido, palabras: «Nos enterraste, nos olvidaste, nos hicisteis parte de vosotros».
Retrocedí, respirando con dificultad. Las voces venían del suelo, del aire, de todas partes. Y una de ellas, la más clara, era la de mi padre: «Kaelen, no abres más de lo que puedas cerrar».
Me giré de golpe. Frente a mí, en la distancia, alguien me observaba desde la puerta de otra casa: un hombre alto, delgado, con un abrigo negro y el rostro cubierto por una máscara de hueso. La misma que había visto bajo tierra. Solo que esta vez el cuerpo no era monstruoso. Era humano. Demasiado humano.
Me acerqué lentamente, con el arma apuntando al suelo. La figura no se movió. La máscara tenía la forma de un cráneo incompleto con las cuencas vacías. Pero cuando estuve lo bastante cerca, vi algo dentro: dos ojos, azules. Idénticos a los míos.
«No eres real», dije casi sin voz.
«¿Y tú lo eres?», respondió con tono tranquilo. «He estado esperándote, Kaelen. Durante generaciones».
No supe qué responder. Aquel ser, si podía llamarlo así, no tenía respiración, pero su presencia pesaba. No era hostil. Era familiar.
«¿Qué eres?», pregunté.
La figura alzó una mano, mostrando la palma. En ella, un sello antiguo, marcado con fuego, el mismo que había visto en los grimorios de mi familia. El sello de Utheras, el primer cazador Draemir, el fundador de mi linaje.
«Soy lo que dejaron atrás cuando eligieron vivir», dijo. «Soy la deuda que tu sangre aún paga. Soy lo que ustedes llaman monstruo, y lo que nosotros llamamos memoria».
El viento sopló fuerte, arrancando fragmentos de la máscara. Debajo, un rostro idéntico al mío, aunque más viejo, más cansado. Una versión de mí que nunca respiró la luz.
«Cada vez que cazas, me alimentas», dijo. «Cada vez que matas, recuerdas quién eres. Y cuando tu voz se apague, alguien más tomará tu lugar».
Intenté levantar el arma, pero mi cuerpo no respondió. Era como si mis músculos recordaran una lealtad antigua inscrita en mis huesos.
El eco de pasos retumbó por la calle. Voces, susurros, risas ahogadas. Decenas de figuras emergían de la niebla: habitantes del pueblo con los ojos vacíos, las bocas abiertas, murmurando mi nombre. Todos ellos tenían el mismo símbolo grabado en la frente: El ojo. La vigilia.
La figura frente a mí dio un paso atrás. Su voz se volvió un susurro que sólo yo pude oír: «El cazador no destruye al monstruo, Kaelen. Lo reemplaza».
Luego se desvaneció, dejando tras de sí sólo polvo y un eco que aún sigue resonando en mi cabeza.
No recuerdo cuánto tiempo estuve allí, de pie, mirando a la multitud que lentamente se disolvía en la niebla. Cuando todo terminó, el pueblo estaba vacío otra vez. Pero bajo mis pies sentí una vibración, un pulso, como si algo debajo de la tierra hubiera despertado y llevara mi sangre en sus venas.
El camino de regreso al bosque era distinto. Los árboles parecían más altos, las sombras más densas, y cada paso que daba resonaba con un eco que no era el mío.
Había dejado atrás el pueblo, o al menos, lo que quedaba de él: las casas, las calles, los rostros grabados en mi mente. Todos se desvanecían en la niebla como si nunca hubieran existido. Sólo el símbolo, el ojo abierto de la vigilia Draemir.
Llevaba días sin dormir. Cada vez que cerraba los ojos, veía aquella máscara blanca rompiéndose, revelando mi propio rostro al otro lado, y escuchaba su voz, calmada, eterna, murmurando lo mismo: «El cazador no destruye al monstruo, lo reemplaza».
No sabía si aún era yo quien caminaba, o si en algún punto del camino me había convertido en aquello que juré cazar. Pero debía seguir adelante. Un cazador no se permite el lujo de detenerse.
Llegué a un claro donde la niebla se arremolinaba como humo vivo. Allí, el suelo estaba cubierto de símbolos tallados en piedra antigua. El mismo sello que llevaba el hombre del rostro idéntico al mío. El sello de Utheras Draemir.
Me arrodillé frente a él, pasando los dedos por las runas desgastadas. Cada línea vibraba al tacto, como si pulsara con un corazón dormido.
Saqué mi cuchillo, lo mismo que había usado para cerrar heridas y abrir monstruos. El filo reflejaba un destello pálido de luna. Apreté la palma y dejé que una gota de mi sangre cayera sobre el sello.
El suelo respondió. La piedra absorbió la sangre con un suspiro. Las líneas brillaron un instante y luego… luego escuché un murmullo. No palabras, sino recuerdos. Imágenes. Rostros. Muertes. Cazadores que murieron siglos antes que yo, todos con mi apellido, todos con la misma mirada vacía, todos escuchando la misma promesa: «Cuando caiga uno, otro despertará».
Retrocedí, el corazón golpeando con fuerza. La tierra se agitó bajo mis pies y algo emergió lentamente del centro del sello: Un cofre de hierro ennegrecido, cubierto por ceniza y raíces.
Lo abrí con esfuerzo. Dentro, envuelto en telas desechas, descansaba un corazón. No humano. Demasiado grande. Demasiado antiguo. Latía todavía. Cada pulso resonaba con el mío. Y en el silencio del bosque, supe que aquello no era una reliquia. Era un legado. Un pedazo vivo del primer cazador.
La voz volvió, más cerca que nunca: «No puedes destruir lo que eres, Kaelen. Sólo puedes aprender a llevarlo».
Me quedé quieto, observando el corazón. Por un momento, pensé en destruirlo, quemarlo, enterrarlo…